dimecres, 10 de febrer del 2010

Manhattan líquido

Cuelgo dos capítulos de "Manhattan líquido" mi crónica personal sobre el crash del 2008 y la llegada de Obama, con Nueva York como trasfondo urbano.


EL AUTOR SE EXPLICA

Más de una vez me he sorprendido diciéndome a mí mismo que esta crónica intimista e híbrida —paisaje narrado y ensayo entretejiéndose con reportaje y relato memorístico— esta crónica, decía, era más para ser revivida, recreada en el pensamiento, que para ser escrita. Durante el tiempo que estuve viviendo en Nueva York no me propuse escribir nada que no fueran los artículos que tenía apalabrados. Tan solo en los últimos días de mi estancia, y tocado por sentimientos y sensaciones generados por mi viaje exterior-interior, decido clasificar mis notas, tanto las escritas en algún cuaderno como las todavía dispersas por mis neuronas. Es en ese momento cuando emerge la duda, la posibilidad de escribir. Posibilidad rodeada aún de inseguridades, de no poca pereza, y de una cierta inquietud. Un cierto pesar.

¿Hay que poner —puedo poner— negro sobre blanco reflexiones personales, íntimas a veces, teniendo en cuenta que esto no es —no quiere serlo— un libro de memorias? Puede suceder que la decisión llegue de repente, como impuesta por una pulsión ajena al proceso de reflexión, aunque es seguro que forma parte de él. Fue durante el vuelo de vuelta a Barcelona. No hacía ni tres horas que el avión había despegado de JFK. Necesité sacar un par de cuadernos en blanco, y escribir y escribir todo lo que durante mis últimos días en Nueva York me había resistido a poner en un papel. Hasta bajé el portátil del porta-equipajes de mano. Empecé a teclear posibles estructuras y un título que es el que ha permanecido: Manhattan líquido.

El título da la clave digamos filosófica del relato, de la crónica, pero el subtítulo de acompañamiento expone y sintetiza el argumen­to, casi determinante, que me empujó a escribir: Un viaje del crash a Obama. Porque haber sido testigo —aunque en calidad de observa­dor-outsider y no de periodista acreditado— de dos acontecimientos fuertes del siglo xxi, como han sido el espasmo más agudo de la Gran Recesión, y la elección del primer presidente negro de los Estados Unidos, difícilmente podían mantenerme cautivo en la tranquilidad sabática que me había prometido. ¿Cómo estarme quieto después de haber vivido en directo el final del comunismo en Europa?

Nueva York, mi Nueva York de cuatro meses, que incluye desde alucinar con la visión del rascacielos Chrysler, hasta meditar recluido en una minúscula habitación del Upper East Side, o echar mano de la fabulación apoyado en la barandilla del puente de Brooklyn, o en un vagón de la línea verde del metro, ese Nueva York hace de trasfondo a otro Nueva York en el que se suceden los episodios del drama. Vértigo y pánico en Wall Street sí —y solo un mes antes de la elección presidencial más trascendental de las últimas décadas en los Estados Unidos—, pero también un trastoque que llega a poner al capitalismo ante el espejo. Lo que sucede durante setiembre, octubre y noviembre de 2008 es una sacudida histórica —el suceso que culmina un proceso, o que pone en marcha otro— que afecta a las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales de nuestros marcos de convivencia.

El crash del 2008 es la secuencia de despedida, el estropicio final, de tres décadas de paradigma neoliberal, para el cual —deprisa, deprisa— se buscan remedios basados en recetas que habían sido estigmatizadas y que parecían fosilizadas en los vertederos de la historia. Rescatar a John Maynard Keynes; poner epitafio a Milton Friedman. Todo esto removido en mi presente irá interaccionando con mi pasado, y me invitará a subirme a imaginarias formas vir­tuales, que me llevarán a navegar por el tiempo: por los recuerdos, por la memoria —la mía y la de dos generaciones precedentes— de 2008 a 1929, de crash a crash. Un recorrido con obligadas paradas en los delirios ideológicos y en las guerras del siglo xx, de las que tanto hemos aprendido los ciudadanos de Europa.

Quiero explicar, finalmente, la dimensión del concepto “lí­quido”, presente en el título, y herramienta de reflexión en tramos significativos de esta crónica. Ni que decir que la palabra se la he robado al pensador polaco Zygmunt Bauman. Y se la he pillado porque sus formulaciones —descripciones de la realidad profundi­zadas en clave psicosocial— vienen a ser una suerte de banda sonora de pensamiento crítico que emerge de las profundidades de esas tres décadas de neoliberalismo, de fundamentalismo de mercado, y de abolición de todo aquello que pudiera tener identidad “social”. Si algún pasaje del pensamiento de Bauman he querido remarcar es aquel en el que explica cómo la vida líquida que nos salpica a todos —todo es efímero; hasta usado antes de ser estrenado— es el producto —apunta Bauman— de un “golpe de estado neoliberal”. El neoliberalismo toca fondo en el otoño del 2008 pero sus efectos, sus formas civilizatorias —o anticiviles— cohabitarán con nosotros durante mucho tiempo.

Nueva York, pues, ha sido para mí algo parecido a un elec­troshock cultural —como lo define Edgar Morin—, un viaje de autodescubrimiento que me ha resituado en el mundo y la vida, en el mismo momento en que la historia removía la de otros muchos seres humanos contemporáneos míos. Por eso este relato, aun estando escrito en tono intimista, quiere tener en cuenta al otro. Tiene la voluntad de proyectarse hacia los demás. Solo por eso creo —con toda humildad— que valía la pena escribirlo.


5. EL CRASH

La sombra de 1929 y de la Gran Depresión planean sobre mis pensamientos y los lavabos y las duchas de 92Y, en estas pri­meras horas de la mañana en que al silencio solo lo acompaña el Begin The Begine de Cole Porter, silbada y tarareada por Robert. Si a mis padres —me digo— les afectó la onda expansiva del crash del 29 y, casi cincuenta años después, fueron tocados colateralmente la gran recesión de los 70 —que a mi me pilló de lleno—, nada ten­dría de extraño que el cierre del ciclo vital me esté invitando a ser testigo de un nuevo descalabro. Pero no una crisis de estancamiento como la que comenzó en 1973, de descensos dilatados, viscosos, en forma de paro e inflación —la llamada estanflación—, sino un desastre repentino e impredecible. Y con una onda expansiva como la del 29.

Christopher, mi vecino de planta y joven economista sueco, acaba de entrar en los lavabos con la intención de afeitarse, pero antes se me acerca y me muestra el desastre de Wall Street que sale reflejado presionando suavemente el icono Markets de su iPho­ne. No se le ve en absoluto preocupado. Hasta se permite exhibir una ancha y burlona sonrisa. Christopher sabe que podemos tener complicidad. En algunas cosas todavía más conmigo que con sus colegas generacionales.

—Están asustados —me cuenta—.Y no solo porque jamás hayan vivido una crisis mundial. También para mí esta es la primera. Pero es que no estaban preparados para una cosa así. No pillan nada. No entienden cómo un sistema que les habían dicho que era perpetuo e indestructible haya empezado a agrietarse de esta manera. Christopher no está nada de acuerdo que la Fed haya decidido desembolsar 700.000 millones de dólares para comprar activos tóxicos y salvar bancos. Me habla de lo que se sabe sobre esta cuestión:

—Cuando en 1992 estalló la burbuja inmobiliaria sueca, el gobierno socialdemócrata no se hizo cargo incondicionalmente de la deuda. Exprimió todo lo que pudo a los bancos antes de poner el talonario de cheques encima de la mesa. Los apretó al máximo. Tanto a los ejecutivos como a los accionistas, que tuvieron que asumir las pérdidas y ofrecer avales al gobierno, que se convirtió en propietario. Y tal vez Obama, si llega a presidente, acabe haciendo lo mismo.

Habla con convencimiento, Christopher. Oyéndole siento cierta admiración. He estado a punto de decirle: eres afortunado, chico. Te has formado en una de las democracias más avanzadas y humanizadas de Europa. Solo hay que verte y escucharte.

Antes de irse, Christopher no puede evitar subir un poco más el volumen de la música de su iPhone y, burlón una vez más, se ha girado y me ha saludado desde la puerta con un movimiento de brazos, siguiendo el ritmo tecno del Infinity de Guru Josh. Y, ahora sí, le devuelvo el saludo diciéndole: eres afortunado, Christopher. Sigue así.

A mi alrededor todo me está diciendo que estamos llegando al final de un trayecto que empezó hace treinta años con el gran festival monetarista, desregulador y privatizador que se las daba de haber encontrado los antídotos contra el estancamiento y la inflación, y que nos iba a arreglar la vida a todos para siempre. Y ahora resulta que las últimas secuencias de la película tienen protagonistas de serie B. Funcionarios de la Fed como Hank Paulson, que deja caer bancos; se aterroriza al día siguiente al no poder controlar el vértigo, y pasado mañana se agacha a recoger residuos tóxicos —eso sí— con dinero público. Y así, como sentenció el vicegobernador del Banco de Inglaterra, Charles Bean, hasta que estalle la próxima granada.

Y es seguro que estallará. Esta es una crisis que tiene todos los componentes de compulsión y de incertidumbre de la vida líquida. Yo diría que esta es una crisis líquida, impredecible, con permiso de Zygmunt Bauman, que seguramente ya debe de estar detectando nuevos elementos de análisis y de reflexión para nuevas formula­ciones. Pero ahora y aquí, a la salida de las duchas de 92Y, camino de la habitación 567, con la intención de compartir el desayuno en la cocina con los colegas, todavía no tengo perspectiva ni elementos valorativos suficientes para decir —aunque solo sea decírmelo a mí mismo— si la liquidez de la crisis acabará retroalimentándose con la del sistema. O si bien el frenazo en seco del bodrio neoliberal autopropulsado en el que está subida la sociedad, provocará una caída en cadena que arrastrará al sistema, lanzándolo contra algún muro.

¿Recesión o depresión? El Nobel del 2008 de economía Paul Krugman se inclinará por lo segundo aunque escribirá depresión con minúscula, para establecer analogías y a la vez marcar distancias con 1929. Joseph Stiglitz, Nobel del 2001, será algo más moderado, a pesar de haber comparado con la caída del muro de Berlín el es­pasmo bursátil que ha tenido como detonante la quiebra de Lehman Brothers. Stiglitz sabe cómo fue el hundimiento del comunismo en Europa central y oriental y la desintegración de la Unión Soviética, y conoce lo que representó para el Este las recetas monetaristas —neoliberales— del Fondo Monetario Internacional. Especial­mente la terapia de choque sin anestesia a la que se sometió a Rusia, que en pocos meses dispararía la inflación hasta el 2.500 por 100, provocaría el desplome de la producción industrial y agrícola más allá del 70 por 100, y privatizaría la propiedad pública a precio de saldo en subastas delictivas. Más de cuarenta millones de personas se verían empujadas a los límites de la indigencia, y las aceras y los pasillos del metro de Moscú se llenarían de puestos ambulantes y de corros de mujeres vendiéndose el juego de café o los cubiertos, para subsistir.

Por aquellos escenarios dramáticos tuve que moverme como enviado especial y como corresponsal. Ahora los revisualizo en la memoria, y me hacen pensar que Stiglitz, al equiparar el trompazo de Wall Street con la caída del muro de Berlín, busca el efectismo de la imagen literaria, de la metáfora. Quiere poner un acento épi­co, y yo diría que también un toque de revuelta, en los escenarios de desplome de ese capitalismo neoliberal que tanto detesta, pero que en absoluto representan el final del capitalismo como sistema. Timothy Garton Ash lo recordará: “El capitalismo no acabará en 2008 como acabó el comunismo en 1989. Está demasiado enraiza­do y es demasiado variado, y demasiado adaptable para tener una muerte tan brusca”.

Ni tampoco, digo yo, puede haber una “refundación” del capi­talismo —como leo en algunas crónicas— sencillamente porque el capitalismo nunca fue fundado. Sí que se ve venir, que es previsible un cambio de paradigma. Pero es todavía incierto, y ese proceso de espasmos, detonadores y réplicas sísmicas no está generando una composición visual con imágenes propias. De momento. Todo ocurre en los despachos globalizados. La calle está como siempre; los rostros de la gente del metro ya hace tiempo que reflejan pesadumbre y la penuria de los siete dólares la hora. Y las únicas secuencias de la caída, o del estallido, son las cifras del Dow Jones proyectadas por las cintas luminosas de Times Square.

Me muevo bajo una tibia transición de verano a otoño en un Nueva York en el que no soy corresponsal, ni enviado especial, ni repor­tero acreditado. Solo soy un periodista-observador-estudiante, en etapa sabática, que no sabe ni puede prescindir de su oficio en unos momentos en que la historia parece dispuesta a remover el tiempo y la vida. Paseo plácidamente por Fulton St., a pocos metros de Wall Street, en donde durante las dos próximas semanas el pánico bursátil generará un segundo y agudo espasmo, del cual acabará emergiendo, con todos sus atributos, el crash propiamente dicho. Finalmente la serpiente acabará rompiendo totalmente la cáscara del huevo.

Me atraen los puestos de libros de Fulton St., al lado mismo de la boca del metro. Algunos los instalan improvisadamente ciu­dadanos que quieren deshacerse de libros que amontonan en casa. Unos lo hacen por dineo; otros para liberar espacio doméstico. Mi mirada va hacia un sencillo ejemplar de la Constitución de los Estados Unidos, publicado hace diez años por Bantam Books, que me quedo por tres dólares.

Bajo hasta el Pier 17 con la intención de perderme por este gran centro comercial que tanto me recuerda al Maremagnum del puerto de Barcelona. Siento como si estuviera allá. Una vez más analogías urbanas vienen en mi busca. Pero se desvanecerán en cuanto salga a una de las terrazas de atrás, de la segunda planta, y redescubra la que posiblemente es la mejor panorámica del Puente de Brooklyn.

De los restaurantes de la encrucijada de Fulton St. con el Pier 17 llegan voces en español, las de los camareros que se pasan las notas de petición de las mesas que están sirviendo. Hace poco más de un año, te llevaste una sorpresa cuando, haciendo caso a uno de esos jóvenes mejicanos, dominicanos o venezolanos que ahora te proponen entrar o bien sentarte en la terraza, tú aceptarías dirigiéndote a él en castellano. Recuerdo la cara medio asustada de aquel muchacho venezolano que, sientiéndose “descubierto”, optó por continuar hablándome en inglés. Tras unas cuantas palabras amables y un par de preguntas planteadas con cierta complicidad, el camarero venezolano y yo acabamos comunicándonos en nuestra lengua común.

Eran los días en que la crisis todavía no había manifestado su virulencia, y se discutía una nueva ley de extranjería para legalizar a unos doce millones de inmigrantes. Y aprovechándose de la situación, y también de algún descuido y de mucha, mucha ignorancia, el sena­dor republicano Tom Tancredo intensificó la campaña para imponer el inglés como única lengua obligatoria y oficial. El argumento de Tancredo era que las sociedades plurilingües no funcionan.. Y que solo había que mirar a Europa, y especialmente a los Balcanes. Era la campaña English Only, que ahora ya no asusta a los camareros hispanos del Pier 17. Porque Bush está a punto de irse, y la estrella de los neocon se apaga.

Sé que tomando Gold St. en la esquina con Fulton me adentro en una de las mejores rutas de acceso a Chinatown. Los chinos se han ido expandiendo hasta invadir y colonizar Little Italy. Cana St. ya no es frontera sino nexo. Muchos de los restaurantes italianos neoyorquinos han sido comprados por chinos. Y este fin de semana que los italianos de Nueva York celebran la fiesta de San Genaro, y las calles están abarrotadas, me ha costado saber en qué momento pasaba de Chinatown a Little Italy. De la misma manera que este barullo por San Genaro, festivo y desbordado, ha borrado también los límites entre Little Italy y el Soho. La mezcla y lo mestizo habitan en el alma de Nueva York, y ya en 1948 E. B. White advertía que los neoyorquinos son tolerantes más por necesidad, por sentido práctico, que por inclinación. Esta ciudad, o es tolerante y se mantiene en la línea de un pacífico y cosmopolita intercambio, o se hundiría entre estallidos interétnicos.

Decido ir a por Broadway, el eje neoyorquino que discurre asimétricamente preciso, de norte a sur de Manhattan, y que en este tramo está todavía lejos de ser “una calle de crema y nata sin estruc­tura en que apoyarse”, como hace sesenta años definía E. B. White el Broadway de los aledaños de Times Square. Me entrego a Broadway, remontándolo y a la altura de la Calle 8 doblo a la derecha, hacia la confluencia de la Cuarta Avenida con Lafayette, para contemplar una vez más este rincón tan especial que es Astor Place, con su cubo giratorio plantado en medio de la plaza, siempre esperando que alguien lo ponga en movimiento. Atravesaré la Cuarta Avenida, después la Tercera, miraré a mi izquierda para divisar el Chrysler inquietante y vigilante, y seguidamente tomaré St. Mark’s Place, la calle mayor del East Village.

Dejo atrás unos cuantos estudios de tatuajes y de piercings, algunas tiendas de ropa y de zapatos de segunda mano, otras de LP, CD y DVD para coleccionistas, y una de libros viejos. Atravesaré la Segunda Avenida y no tendré que caminar ni veinte metros para reunirme con el Orlin, mi café preferido en el Downtown, abierto las veinticuatro horas. Me sentaré en la terraza, que es como un balcón de barandillas de hierro forjado montado en la acera misma de St. Mark’s. O bien entraré en el Orlin, y elegiré una mesa de mármol de las del fondo a la izquierda, para sentir cerca las vigas de madera del techo. Aunque no se vaya acompañado, es difícil sentirse solo en el café Orlin.

De vuelta a la ruta de Broadway me entretengo en la Calle 12, en Strand, esta librería inalcanzablemente inmensa, única por su extensión, volumen de ejemplares y capacidad de sorprender, porque puede que tenga guardado en el anaquel de un impensable rincón cualquier título descatalogado de una desconocida edición. Subo hasta Union Square, envuelta entre las calles 14 y la 17, punto de encuentro entre Downtown y el Midtown. Esta es para mí la frontera entre dos Nueva York —o dos Manhattan— que se observan uno al otro y no se reconocen totalmente, porque el tono de las miradas es diferente. Diferencia o diversidad de valores estéticos, plásticos. Y yo diría también que éticos y morales. En Union Square siempre hay instalado algún mercado, alguna feria —en Navidad la de los abetos y algunos belenes—, y en este primer sábado de otoño me sorprenden las hileras de los puestos de los agricultores vendiendo fruta, verdura, quesos, miel. Todo cultivado y elaborado sin aditivos. Puestos de la mejor comida orgánica, que cada fin de semana se vacían por la demanda de entendidos y sibaritas. Viendo todo eso, no me parece a mí que la recesión, o la depresión, vayan a llegar nunca a Union Square.

En algunos tramos de Broadway, los más espaciosos al ser la intersección con calles y avenidas, la mediana de la calle ha sido ensanchada, bien delimitada con asfalto de colores, y en ese espacio han sido colocados bancos, sillas y hasta algunas mesas. Son islas de tranquilidad para facilitar el descanso o la comida de un tentempié, en mitad de la densidad de Broadway. Los neoyorquinos valoran esta suerte de invitaciones a dosis de relajo, este ser tratado uno a uno como personas y ciudadanos. Y saben que esa es la manera de ver la vida de Michael Bloomberg, que además de ser el alcalde de la ciudad es un multimillonario filántropo que solo durante el año 2007 donó doscientos cinco millones de dólares para obras sociales y de caridad. Bloomberg dice que cuando se retire se dedicará exclu­sivamente a la filantropía. A distribuir entre la sociedad su fortuna personal calculada en más de quince mil millones de dólares.

Remontando Broadway, llego hasta los jardines de Madison Square, un pequeño pulmón, una de las parcelas verdes de que dispone el Midtown antes de llegar a Central Park. Me desvío por la Quinta Avenida y hago lo que siempre he hecho en esta ruta ascendente: subir hasta la Calle 22 para admirar la figura triangular y esbelta del rascacielos Flatiron —increíblemente construido en 1902— y, en seguida, chocar con la corpulencia del Empire State. Una estructura capaz de seducir pero no de llegar a abducir y ena­morar como el Chrysler. Sé a dónde voy. Sé que me refugiaré un rato en un Starbucks.

En Barcelona nunca suelo entrar en los Starbucks y aquí en Nueva York me había prometido evitarlos, siempre que pudiera permitírmelo. Pero éste de la Quinta con la 33 me tienta. Es am­plio, casi nunca hay aglomeración, y muchas de las mesas están arrimadas a las grandes cristaleras que dan a la calle, invitando a leer, a escribir, a pensar. No lo parece, un Starbucks, y, a la vez, lo percibo como la concreción del Starbucks paradigmático. El café funcional que defienden los liberales norteamericanos como espacio de encuentro y también de intimidad, de alejamiento de silencios domésticos demasiado densos. Un lugar al que se puede ir con el laptop, con el portátil, para navegar y auto-abducirse. Joe Bageant en sus Crónicas de la América profunda asocia la gente que frecuenta el Starbucks con el progreso, con la mente abierta a los cambios, y pone bajo sospecha la América que jamás sintió curiosidad por entrar en un Starbucks.

El crash ya tiene imágenes. Son las fotografías y las secuencias de vídeo de la reacción ciudadana a la primera parte del terremoto bancario, que la Fed intenta apañar comprando los activos tóxicos con dinero del erario público. Un gasto de esas dimensiones irrita a la sociedad norteamericana, pero solo la ONG Acorn y los sin­dicatos AFL-CIO han convocado a la gente a salir a la calle este jueves 25 de setiembre, el día que la partida de 700.000 millones de dólares se presenta en el Congreso para ser debatida. Hay previstas concentraciones en casi todos los estados, pero la más esperada es la de Nueva York, ante el mismo Wall Street. Unas quinientas personas corearán “¡Encarceladlos sin fianza!” mientras decenas de pancartas exigirán “¡Dinero para Main Street (‘‘la calle mayor’’) y no para Wall Street!”. Todos dirán y repetirán: qué vergüenza es que, hace solo unos meses, el gobierno de Bush todavía gruñía cuando se le exigían seis mil millones de dólares para la cobertura sanitaria de nueve millones de niños. Y resulta que ahora se quieren gastar cien veces más para sacar las castañas del fuego a sus amigos. “La bondad de nuestro sistema y las generosas retribuciones a gestores y a ejecutivos no han servido para atraer a los mejores, sino a los más codiciosos”. Una acusación, y sentencia a la vez, surgida de la calle y que recorrerá todo el país.

Dentro de unos días el cineasta Michael Moore hará público un manifiesto sobre la crisis, que equivale —explica— al mayor robo de la historia de los Estados Unidos. “Aunque los congresistas —dice Moore— perfilaron bien el rescate de la industria financiera por 700.000 millones de dólares, Wall Street no ha parado de ma­nipular hasta encontrar la manera de lucrarse”.

Moore va a lo que él cree que es el fondo de la cuestión, y lo formula preguntándose y respondiéndose: “¿El seguro médico, dices? ¿A que viene eso ahora, Mike? ¿Qué tiene que ver eso del seguro médico con el colapso de Wall Street? Pues sí que tiene mucho que ver, porque el supuesto colapso se desencadenó cuando la gente empezó a no poder pagar las hipotecas. ¿Y acaso sabéis por qué tantos y tantos americanos están perdiendo sus hogares? Los republicanos explican que la culpa la tienen los idiotas de la clase trabajadora que recibieron hipotecas que no podían pagar. Pero la verdad es ésta: la principal razón por la que la gente se declara en bancarrota es por el coste de los seguros médicos. Lo digo de una forma más simple: si tuviéramos un sistema universal de salud esta crisis hipotecaria nunca habría llegado”.

La indignación de los concentrados ante Wall Street se inten­sificará más y más. Pero se trata solo de la rabia expresada por unos centenares de neoyorquinos, pocos, muy pocos comparados con el millón y medio de personas que habitan solamente en Manhattan. ¿Cómo es posible que este gobierno tan conservador esté aplicando remedios socialistas a los bancos pagando nosotros? Y encima nos dicen que pagar es el mal menor… ¡Porque si los bancos se hunden nos hundimos todos…! Irritación e impotencia escenificados en esta calle, Wall Street, atrapada entre rascacielos espectrales de acero y de cristal, calle oscurecida más que oscura, casi sombría y que además está medio levantada. Están haciendo obras. Ensanchan las aceras, cambian el pavimento. Barreras metálicas, máquinas, herramientas y material de construcción por todas partes que dificultan todavía más que esta protesta —la primera gran reacción al crash— fluya con unos mínimos de contundencia, y se cumpla el esperanzado deseo de Michael Moore. A pocos metros de los manifestantes, las tiendas de lujo Tiffany y Hermes siguen atendiendo a los clientes distinguidos que acaban de salir del gimnasio, del salón de belleza o del club privado. O posiblemente no salían sino que se dirigían a tan apetecibles espacios. Como si no oyeran el murmullo de las consignas ni los gritos intermitentes de la bronca.

Estoy lejos de Wall Street, atrapado en la Calle 45 entre Lexington y la Tercera Avenida, acompañado de decenas de personas, transeúntes o conductores, que tienen tantas ganas como yo de que abran las vallas metálicas de seguridad que nos permitirán caminar y acceder al metro, al de la Calle 42 o al de la 51. De vez en cuando levanto mi mirada al cielo buscando la compañía de la cúpula iluminada del Chrysler. Los neoyorquinos que trabajan en esta zona del Midtown conocen perfectamente este historia de cortes de calles y esperas. Saben que han de soportarla cada otoño, cada tarde-noche de la última semana de setiembre, que es cuando se reúne anualmente la asamblea general de Naciones Unidas. La sede de la ONU está aquí al lado, en un tramo de la Primera Avenida entre las calles 42 y 48, que son las que quedan cortadas más a menudo. El desbara­juste suele ir acompañado de un barullo de sirenas de policías y de escoltas. Escoltas de los presidentes, de los primeros ministros o de los ministros de exteriores que al acabar su trabajo se van al hotel. Al Waldorf Astoria, al Intercontinental, al Marriott, al Radisson, uno junto al otro aquí mismo en Lexington. Alguno de ellos con accesos y las fachadas literalmente repletos de policías en uniforme de combate, armados con metralletas, mientras algún helicóptero sobrevuela. Nos sobrevuela.

Me pregunto qué están pensando ahora mismo estos máximos mandatarios mundiales que se mueven arriba y abajo por aquí, por Lexington, y que nos obligan a los ciudadanos a una inmersión de paciencia seguida de carreras compulsivas para atravesar vallas y llegar al metro. Qué estarán pensando de la crisis, de todo ese histerismo impensable hace solo cuatro, cinco, seis semanas. Y cómo ven, y cómo viven que la Fed esté curando heridas y tapan­do agujeros con dinero público. En la sociedad norteamericana se oyen voces extremadamente conservadoras que acusan al gobierno Bush de estar haciendo políticas socialistas. Y posiblemente sea cierto: neoliberalismo para la gente —a la que siguen embargando y echando de los pisos que no pueden pagar—, y socialismo para salvar a los bancos.

Parece que ese es el camino que empieza a dibujarse, pero llegarán matices. Porque justo al finalizar la asamblea de la ONU, el lunes 29 de setiembre, el primer ministro británico Gordon Brown abrirá la caja de los truenos anunciando la nacionalización enmas­carada de algunos bancos del Reino Unido. Brown se auto-investirá de una aureola de hombre providencial que momentáneamente —y solo momentáneamente— hará que reviva en los sondeos electora­les. A pesar de efímera, nadie podrá quitar a Brown la satisfacción de haber sido el primer político occidental con valentía suficiente para enfrentarse a la crisis aplicando terapias del economista John Maynard Keynes. Recetas basadas en la regulación, el control de los mercados, en la intervención del estado, hasta hace muy poco des­preciadas, y que Keynes aplicó contra la Gran Depresión y, después, para reactivar a una Europa rota y machacada por la guerra.

Han abierto y retirado las vallas metálicas y creo que ya no volverán a instalarlas. Hoy ha sido el último día de la ONU. Se me han pasado las ganas de ir corriendo compulsivamente hacia el metro y decido tomar un café y leer. No es nada fácil encontrar en estas encrucijadas del Midtown un café acogedor, de los que te sirven en la mesa, sin necesidad de hacer cola ante un mostrador. Puedo quedarme aquí mismo, en el Raffels, en Lexington con la 48, un lugar animado por la calidez de los camareros hispanos, pero vacío y frío a estas horas ya de la noche. En la Calle 44, entre la Tercera y Lexington han abierto un lugar ideal, el Macchiato, que conserva en la fachada un cuerpo avanzado antiguo, de madera, y ofrece en el interior la calidez de las granjas de Barcelona. Pero es pequeño, y casi nunca hay sitio. La solución es ir al Central Café de la Calle 42, delante de la estación.

El espacio que ocupa el Central Café no es otro que la cavidad que queda entre el suelo y las vigas de hierro del puente que forma Park Avenue al cruzar la 42 por encima, y así poder bordear la Grand Central, la estación. Me apetece mucho el Central y, como siempre, habrá mesas libres. Y pasado mañana, en esta misma mesa me sor­prenderé a mí mismo conmovido, leyendo las crónicas sobre Paul Newman, que ha muerto a los ochenta y tres años. Sé que un día de éstos hablaré de Paul Newman con Andreas, mi vecino estudiante de arte dramático. El Nueva York del crash del 2008 queda huérfano de una de sus miradas más transparentes y comprometidas.

Estamos ante el Plaza Hotel donde Carol nos ha convocado. La clase de hoy la vamos a hacer dentro del mismo Central Park. Es mediodía del viernes 10 octubre de 2008, y desde ayer, jueves 9, el vértigo ha ido arrastrando mercados que todavía no habían tocado fondo. Ayer tuvimos Jueves Negro y hoy Viernes Negro. El desastre tan esperado e inesperado a la vez. Pero ninguno de esos vértigos impiden a esta pandilla de raperos ofrecer una exhibición de baile y juerga en la mismísima puerta de Central Park, que inmediatamente agrupa a su alrededor a turistas, a neoyorquinos y a residentes hí­bridos como yo mismo. La música invita a movernos en este día de otoño, que parece de verano, y que intensifica tanto los verdes como lo amarillentos y los ocres que comienzan adornar Central Park.

El recorrido que nos ha preparado Carol tiene para mí dos puntos de intenso interés que coinciden con el inicio y el final del trayecto. Tengo ante mí la Bethesda Fountain, la fuente diseñada por Emma Stebbins hace ciento treinta y cinco años, coronada por el Angel de las Aguas. Es el escenario de apertura del film Hair de Milos Forman. Bethesda Fountain como decorado, y la canción Aquarius de fondo, dan vida al primer acto de una narración en que el movimiento hippy y la guerra de Vietnam se superponen e interactúan. Pero antes de ser filmada por Milos Forman, Hair había sido, a finales de los 60 y principios de los 70, una auténtico icono progresista, representada teatralmente, y que solo pudo ser admirada en Nueva York y en Londres. Poco antes de morir el dictador Franco, una selección de escenas y canciones, un simulacro de Hair —hay que decir que bien intencionado— fue representado en el Teatro Victoria de Barcelona. Cuando en Broadway ya era historia.

Y de un mito a otro. Hemos atravesado el parque y estamos ya en su fachada oeste, a la altura de la Calle 72. Entre los árboles distingo el Dakota, donde vivió John Lennon, y donde sería asesinado, en la misma puerta del edificio, el 8 de diciembre de 1980. Hemos llegado al rincón donde hay el memorial Imagine dedicado a Lennon. Imagine es como se conoce al conjunto de iconos que recuerdan al llorado Beatle. Pero todo este espacio, en sentido extenso, lleva el nombre de una de las obras maestras de Lennon: Strawberry Fields Forever —‘‘Campos de fresas para siempre’’—. Este era el nombre, en singular —“Strawberry Field”—, del orfanato de Liverpool que estaba al lado mismo de la casa de John Lennon.

Strawberry Fields, nothing is real (…) Living is easy with eyes closed” … ‘‘Campos de fresas, nada es real (…) Es fácil vivir con los ojos cerrados…’’

Nostalgia y surrealismo mezclados como ritmos pop-rock y música india. Vuelvo a asociar una de las palabras básicas de la canción “strawberry”, fresa, con mi cachorro Ichigo: fresa en japonés. “Strawberry fields forever…!” Carol la está tarareando mientras me toma del brazo y me lleva unos metros a la izquierda, me pone ante una lista por orden alfabético de países adheridos al memorial, y me dice: “¿Cuál es el primero?” El primero es Afganistán.

Durante las tres horas pasadas en Central Park, y ya desde antes, Wall Street y las principales bolsas mundiales han estado en caída libre. El pánico ha obligado a cerrar la de Moscú y Viena. Estamos viviendo la culminación de tres semanas de vértigo pro­vocadas por la bancarrota de Lehman Brothers. Pasado mañana, domingo, el ejemplar de El País que como cada día —y con uno de retraso— me venderá Rajiv, mi quiosquero de Lexington, vendrá titulado a cinco columnas: “El crash de octubre de 2008”.

Stand clear of the closing door, please”. Aquí en la línea verde del metro, camino de 92Y, continúo remontando los recuerdos hasta llegar a aquellos días de los 70 en que parecía que la inflación, el estanca­miento y el paro provocados por el alza de los precios el petróleo crearían las deseadas condiciones pre-revolucionarias... Aquella crisis sería, tenía que ser como la del 29. Sería nuestro crash. Sería el detonante de la esperada gran traca final. La antesala de un gran episodio de lucha de clases, hasta la victoria final. Estaba clarísimo que el sistema preparaba una operación de recambio, pero no la veíamos. No queríamos verla.

En la empresa de venta por catálogo en la que yo trabajaba siete horas, antes de subirme a la facultad, el jefe del departamento comercial, un hombre sencillo y pragmático, se esforzaba en hacerme ver que las posibilidades que tenía el sistema de producir y de hacer consumir eran, como él decía, infinitas. Que mientras la gente pu­diera comprar, lucir y lucirse no se produciría ningún trastorno social profundo. Jamás habría una revolución. No quise creérmelo, acabé olvidándole, y hoy aquel jefe comercial bonachón ha reaparecido en mi escenario mental. No le faltaba razón cuando me soltó todo aquello, pero si hoy estuviera aquí, en la cocina de los residentes de 92Y, y si tuviera la misma edad y aspiraciones de mi colega y vecino italiano Bruno —y muy probablemente las tendría— es casi seguro que estaría asustado.

A Bruno ir de Brindisi a Nueva York para estudiar inglés du­rante tres meses es una de las mejores cosas que han podido pasarle en sus treinta años de vida. No ha tardado en aprender las poses más cool de recostarse en el metro, sacarse las gafas de sol o colgarse el Ipod. Es incapaz de disimular. Bruno es sincero cuando dice que su objetivo es sentirse newyorker. Que se quedaría a vivir aquí para siempre y que, si existiese una fórmula mágica para conseguirlo, de buena gana renunciaría a su italiano nativo para hablar y escribir en perfecto inglés. Le digo a Bruno que el extendido monolingüismo anglosajón no es precisamente un signo de cultura ni de cosmopoli­tismo y que, además, solo un veinte por ciento de los norteamericanos tienen pasaporte para viajar al extranjero. Pero a Bruno le da igual. Para él está clarísimo, es diáfano, que la lengua de norteamericanos y británicos es la que domina: es la mejor. No se necesita ninguna otra. Pero esta noche Bruno se muestra vulnerable y asustado por culpa de ese maldito e inesperado crash.

—No sé qué voy a hacer si el dólar no deja de subir —confiesa Bruno en mitad de la cocina—. Tengo el dinero justo para pagar la escuela y la residencia. Y yo necesito volver a Italia con un buen nivel de inglés para poder acceder a un despacho de abogados y economistas…

—¿Y cuando estudiaste derecho y económicas no te enseñaron que existían las crisis? —interrumpe el austriaco Karl.

Bruno y Karl siguen estando en las antípodas, y no solo en las maneras de entender la vida. Lo están hasta en cómo se visten. El estilo deportivo pero rígido del italiano contrasta con la des­preocupación en absoluto fashion del austriaco. Karl, de izquierdas, ingeniero acostumbrado a participar en programas de cooperación en países pobres, está aprovechando el agobio de Bruno para lanzarle una carga de profundidad ideológica. Karl se pregunta cómo es que Berlusconi todavía no ha hecho ninguna propuesta de rescate ante la crisis. Y él mismo responde:

—Dijera lo que dijera, ni en Nueva York ni en Londres nadie le haría caso a Berlusconi. Sobre todo después que el semanario The Economist lo acusó de corrupto. Li dedicó la portada con el titular “Por qué Berlusconi no es idóneo para gobernar Italia”.

—Posiblemente Berlusconi no sepa arreglar algo tan fuerte como esta crisis —reacciona Bruno irritado—. Pero es seguro que Walter Veltroni o Zapatero lo estropearían todavía más. Todos los que provienen del socialismo o del comunismo son un peligro en un momento así.

La salida de Bruno provoca que Karl lance una batería de suciedad contra la derecha italiana.

—¿Veltroni un peligro? El peligro para la sociedad italiana es el sometimiento al Vaticano al que le empuja la derecha. Que no se haya aprobado todavía ni una ley de parejas de hecho más descafeinada que la que aprobaron los demócrata-cristianos alemanes. El peligro es que Gianfranco Fini, heredero del fascista Almirante, sea ahora heredero de Berlusconi. Y que estéis reivindicando la memoria de Mussolini como si la justicia que le aplicaron en la Piazza Loreto de Milán hubiera sido un crimen…

—Y lo fue, un crimen, Karl —estalla Bruno—. Porque por más culpable que fuera el Duce tenía derecho a un juicio justo y no a un linchamiento.

Meto baza en la discusión y le digo a Bruno que en eso estoy de acuerdo con él. Un linchamiento jamás puede sustituir a un juicio. Sí, estoy de acuerdo con Bruno y, bien mirado, también entiendo su nerviosismo ante la crisis. No comparto su punto de vista pero entiendo sus emociones: porque yo también las experimenté. Aunque con claves ideológicas diferentes.

A Bruno le está costando hacer la lectura del trastoque eco­nómico y social que el estallido financiero empieza a prefigurar. De la misma manera que yo mismo, a finales de los 70, no supe leer que el recambio al hundimiento del laborismo británico —la retirada de Harold Wilson y el interregno de James Callaghan— no sería la alternancia, la llegada de un gobierno conservador, sino una sacudida que cambiaría al propio sistema. La irrupción de Margaret Thatcher en mayo de 1979 equivaldría a un cambio de régimen: el final de la lucha de clases por decreto, el sometimiento de los sindicatos, y la entronización del llamado capitalismo popular basado en la desregulación de los mercados y en las privatizaciones.

En aquellos días de ingenuidad, y de perplejidad, de 1979, quedó registrada en mi cerebro una canción que yo diría que era premonitoria: Video killed the radio star, de Buggles. El vídeo no conseguiría matar a la estrella de la radio, pero ya nada sería como en los tiempos de la radio. Al otro lado del Atlántico, solo al cabo de poco más de un año, Jimmy Carter, el último presidente heredero de las políticas del New Deal, sería sustituido por Ronald Reagan, y su revolución conservadora.

Buena parte de la socialdemocracia europea tomó nota en seguida. El primero fue François Mitterrand, elegido presidente en 1981, que destituiría al jefe del gobierno Pierre Mauroy, rom­pería la alianza con los comunistas, y nombraría primer ministro a Laurent Fabius, un tecnócrata partidario de entenderse bien con los mercados. La carta “social-liberal” empezaba a ser jugada, y en 1982, en España, Felipe González seguiría un camino parecido. Anticipaciones de lo que después se conocería como “tercera vía”, formulada en Gran Bretaña por el sociólogo Anthony Giddens y aplicada por el laborista Tony Blair.

Se trataba de encontrar un envoltorio, si no socialmente creíble sí al menos individualmente goloso, para dar fuerza a una dinámica económica que tenía como objetivo desmantelar cincuenta años de conquistas sociales. No faltarían las formulaciones equidistantes de la resignación y del posibilismo, como la “vía dos y medio” propuesta al estrenar el siglo xxi por el pensador francés Alain Touraine, y que ilusionó a no pocos socialdemócratas admiradores de Lionel Jospin. ¿Qué podríamos hacer hoy —con el crash alterando todos los parámetros— con aquellos intentos de domesticar, o de edulcorar el neoliberalismo?

Pero hace treinta años parecía que los que nos llegaba era la salvación esperada, y que se quedaría para siempre. El triunfo del único formato posible que podía tener el binomio mercado-demo­cracia. “El final de la historia”, como proclamaría desde Washington Fracis Fukuyama, después de la caída del muro de Berlín. Y el “Adiós a todo esto” —al estado social, las conquistas de más de un siglo de luchas populares— que anunciaría amargamente el historiador Eric Hobsbawm. Una década, la que va de 1979 a 1989, en la que la palabra capitalismo comenzaría a desaparecer del léxico de muchos medios de comunicación al tratarse de un concepto demasiado asociado a la crítica marxista… Mejor decir: economía de mercado; o sistema económico. O simplemente “la vida normal”, como yo mismo oiría decir en el Moscú postsoviético.

El sistema tenía cartas guardadas en la manga, remedios para la estanflación de 1973. Soluciones de las más auténticas: barra li­bre, la desregulación, el todo vale. Todo aquello que más conectaba con la esencia del mercado. Lo que no había sido natural, según la lógica del sistema, es haberse pasado cincuenta años, desde la Gran Depresión, soportando la intervención del estado. Primero fue el New Deal, y después la coraza de los acuerdos de Breton Woods y el financiamiento de la reconstrucción de Europa con el Plan Mar­shall. Y durante los 50 y los 60 tener que contemprizar con el peso de las políticas fiscales para garantizar el Welfare, especialmente en Europa. La estanflación —pero también la burocratización, el gasto incontrolado, y la miopía y la desidia del estado social— facilitarían el gran viraje de 1979.

—Creo que está muy claro. Hacía cincuenta años que pagaban y no ganaban lo que ellos creían que deberían ganar. No acumulaban lo que deseaban, y ya no aguantaban más. La crisis del 73 les dio la oportunidad de dar la vuelta a la tortilla, y se han pasado treinta años forrándose. Pero no parece que hayan cambiado, ni aprendido mucho. Siguen autodevorándose.

Lo he soltado sin gritar, pero en voz alta. Me ha salido de dentro, de lo más profundo, sin pensarlo apenas. Quizá porque hacía muchos días que lo estaba pensando. Karl suelta una carcajada. Me dice que suscribe todo lo que he dicho al cien por cien. Le contesto que temo haberme pasado. Que he hecho un cliché, una caricatura, y que las cosas son un poco más complejas. Y como queriendo li­berarme de aquellos fantasmas del 73 que me arrastraban a desear un crash occidental para hacer posible la revolución, suelto ahora una sentencia en positivo:

—Este crash no provocará una depresión como la del 29. Po­siblemente estamos ante un revolcón fuerte para el sistema, ante un retorno del papel regulador del estado. Pero no habrá catástrofe.

Percibo que mis colegas están atentos a lo que digo. Me miran y me escuchan. Prosigo: entre el crash de 1929 y el New Deal de Roosevelt se perdieron cuatro años en los que millones de personas se quedaron sin trabajo, y el sufrimiento, la miseria y el desamparo subieron a niveles desconocidos hasta entonces en la sociedad in­dustrial del siglo xx. Y los Estados Unidos fueron afortunados si comparamos su situación con la de Europa. Allá la crisis mundial, añadida a los problemas territoriales y nacionales, a las heridas mal cerradas de la Primera Guerra Mundial, provocó una ola de pro­teccionismo económico y de nacionalismo. Y llegaron el fascismo, el nazismo, les dictaduras militares, la URSS de Stalin. Aquello acabaría en otra matanza todavía peor. Europa se cubrió de cadáve­res, de escombros, de campos de concentración. Pero ahora, aunque la Unión Europea no tiene todavía la cohesión geopolítica de los Estados Unidos, sí que tiene una estructura económica fuerte, una moneda fuerte. Y a pesar de nuestras diferencias, los europeos que estamos en esta cocina estamos dialogando…

—Yo no soy europeo pero también lo veo así —interviene Benjamin repentinamente—. Ya no es posible que los europeos volváis a mataros los unos a los otros. Ya no.

Reconozco que me ha sorprendido la intervención imprevista de este chico. Benjamin —Ben— habla poco, hasta el punto de que me parecía poco aficionado a las polémicas que se montan en la cocina.

—Y precisamente porque no soy europeo, sino canadiense —continúa Ben—, pero sí judío de origen europeo, puedo verlo más claro todavía. Y lo veo claro. Estamos todos cenando juntos. Esto no habría sido posible en los años treinta del siglo pasado. Nos habríamos peleado, quién sabe si agredido… ¡Y es que ya no hubiera sido posible coincidir todos juntos cenando en Nueva York en una residencia como esta…! Este crash no traerá lo mismo que el del 29, porque todos estados más formados que nuestros abuelos y que nuestros padres. Y disfrutamos de más medios para comunicarnos y para conocernos.

Comparto lo que acaba de decir Benjamin. Tenemos más re­cursos y nuestras sociedades son más sólidas que las de ochenta años atrás. Pero no es menos cierto que esta crisis es la culminación de un cúmulo de excesos, en formato de redención, que comenzó hace tres décadas, y que ha ido debilitando valores morales —éticos— y principios democráticos hasta el punto de catalogar de involución todo lo relacionado con el imaginario de progreso social, con la utopía. Un proceso teñido de ideología, pero jamás auto-reconocido como ideológico, sino al contrario, enmascarado de pragmatismo.

El relato mesiánico comienza en otoño de 1976 cuando Milton Friedman —el hombre de la Escuela de Chicago— recibe el Nobel de economía por sus recetas monetaristas contra el estancamiento y la inflación heredados del 73. Thatcher y Reagan se encargarán de poner políticamente en escena las propuestas de Friedman. Pero ese relato mesiánico no es ni mucho menos nuevo. Se trata de una actualización o un “remake” del ideario de un grupo de economis­tas ultraliberales liderado por Friedrich von Hayek, que al acabar la Segunda Guerra Mundial tuvieron que resignarse ante media Europa bajo hegemonía keynesiana —gestionada políticamente por socialdemócratas y demócrata-cristianos—, y la otra media cautiva del socialismo real. La deriva del keynesianismo llevará a la parálisis y a la oportunidad de recambio de 1979. Y diez años después, con el hundimiento del comunismo soviético, el monetarismo de Mil­ton Friedman culminará su metamorfosis en ideología neoliberal. A los seguidores de la mutación extrema del neoliberalismo se les conocerá como neocons.

Paul Krugman analiza la figura de Milton Friedman en este contexto de descalabro de su ideario. Se adentra Krugman en el perfil técnico y humano de ese Friedman de aspecto de granjero bondadoso, y que el Nobel de 2008 no duda en calificar de valiente, riguroso, honesto y lúcido. Este primero y admirado Friedman es quien alertaba contra los peligros de las economías escleróticas por exceso de keynesianismo. Pero Paul Krugman también detecta un Milton Friedman que se dejará arrastrar hacia los excesos, y que hasta los bendecirá.

¿Qué clase de excesos? El primero de ellos sería presentar como un éxito absoluto la reactivación conseguida en el Chile de Pinochet gracias a las terapias de choque monetaristas, poniéndolas como modelo para toda Latinoamérica. Liberalizaciones extremas y privatizaciones que, aplicadas de Méjico a la Argentina, hundirían en la miseria a millones de personas. Pero Friedman no se volvería atrás, no rectificaría, y continuaría fomentando un clima intelectual en el que, explica Krusgman, “la fe en los mercados y el desprecio por el sector público se imponían a menudo a los datos objetivos”. Más todavía. Existió un Milton Friedman sensible a los halagos que acabaría diciendo y haciendo aquello que sus seguidores esperaban que dijese e hiciese. El hombre valiente con aspecto de granjero bondadoso acabaría de cruzado contra la “herejía” kynesiana, que de hecho había significado la gran reforma del pensamiento econó­mico. El proceso de imposición de la contrarreforma monetarista, su aplicación práctica, es para Zygmunt Bauman el equivalente a un “golpe de estado neoliberal”.

Durante más de veinticinco años la onda expansiva de ese “golpe” ha ido impregnando hogares, escuelas, medios de comu­nicación, empresas, formas de relacionarse, de vivir, de vivirse, de valorar valores, de sentir emociones, de ganar, y de perder. “El que gana se lo lleva todo”, ha sido una de las divisas del mundo del ne­gocio —ni siempre inconfesable; muchas veces ostentosa— capaz de engendrar intoxicaciones como la de las hipotecas Subprime. Pero especialmente capaz de promover perfiles humanos también tóxicos. Como los de los ejecutivos o subalternos de Lehman Brothers que, aun sabiendo lo que vendían, intuyo que intentaban olvidar el timo una vez consumado. Porque triunfar en la sociedad líquida presupone haber aprendido a olvidar. Y así un día y otro, hasta la bancarrota final que los pilla perplejos y asustados, como si ellos no tuvieran nada que ver con ese desastre.

La polémica se ha zampado todos los argumentos y la cocina ha quedado vacía. Llega la hora de Andreas y de Yukio, y yo les acom­pañaré un rato. Cuento a Yukio mi descubrimiento del espacio “Strawberry Fields” de Central Park, porque sé que él asociará los “Campos de fresas” con el vocablo japonés Ichigo, con mi perrito. Y de alguna manera me lo acercará. “Hey Jude, don’t let me down,…” / “Hey Jude, no me decepciones…

Yukio ensaya con guitarra mientras Andreas y yo caemos en que todavía no habíamos comentado la muerte de Paul Newman, una figura que nos fascina a ambos. Como futuro actor, a Andreas le interesa sobre todo el Paul Newman intérprete de papeles de obras de Tennessee Williams. Como los de las películas La gata sobre el tejado de zinc o Dulce pájaro de juventud. Me explica An­dreas que solo podría sustituir su adicción a Arthur Miller por la dependencia de Tennessee Williams. A mí la memoria me recupera al Paul Newman de Éxodo, el Ari Ben Canaan de aquel film que ahora sabemos que era de propaganda sionista, pero que llegó a sumergirnos en el milagro judío. Volvemos a hablar de La gata…, y expreso mi admiración por aquel Newman valiente, que al lado de Elizabeth Taylor se atrevió a interpretar un papel dignamente ambiguo, el de Brick, un hombre cohabitando con la sospecha de homosexualidad. Creo que ha sido al oír esa palabra que Yukio ha ido bajando el tono de Hey Jude, hasta comunicarnos amablemente que se va a dormir.

Hace unos días que dije a Yukio que no le afectasen para nada esas salidas de tono de Bruno al referirse a él llamándole “el gay”, así bruscamente. Quise hacerle llegar a Yukio que me parecía muy bien su pose y su look tan femenino… Pero no creo haberlo conse­guido. Yukio esquivó hablar de la cuestión, me dio las gracias por mi actitud solidaria y concluyó asegurándome que “a mí los hombres me interesan bien poco”. Una respuesta parecida al “pero que quede claro que yo no soy gay” que soltó Benjamin inmediatamente des­pués de contarme que estaba en Nueva York rodando una serie de reportajes sobre gays y lesbianas para un canal de Montreal. Luego Ben rectificará su digamos “exculpación” el día que coincidiremos casualmente tomando una copa en el G-Lounge de Chelsea.

Tengo la sensación, y hasta la convicción, de que el clima de compañerismo entre los residentes de 92Y no tiene fuerza sufi­ciente como para abrir armarios. Cualquier clase de armario. Nos relacionamos en la cocina, y podemos apasionarnos en las polémicas que genera el crash, pero los silencios se hacen densos cuando las conversaciones derivan hacia la vida personal. Somos colegas, nos acercamos por afinidades, pero hay cierto miedo a ir más allá. De vez en cuando te acuerdas de un compañero de planta que hace días que no ves: ¿dónde está Mark?, ¿y Aurelien? Pues hace una semana, o diez días, que se fueron y solo se percataron sus vecinos más próximos.

Relaciones que podrían ser duraderas y auténticas, dentro de los límites circunstanciales de una residencia, se diluyen antes de que las afinidades se transformen en complicidades. Contactos que nunca fueron vínculos. Es como si en esta quinta planta de 92Y todo y todos fuesemos inevitablemente, obligadamente efímeros. Pasa casi en todas partes, pero aquí en Nueva York es más duramente obvio. Es una herencia colateral del “golpe de estado neoliberal”, me digo. Es la vida líquida, que de vez en cuando Bauman me cuenta en medio de algunas de esas noches solitarias de Manhattan en la habitación 567, cuando decido zambullirme en alguno de sus libros, que descansan en la repisa de la ventana que da a Lexington. Y es que yo también necesito sentirme explicado. Sí, me temo que la impregnación líquida-neoliberal de nuestra sociedad, de nuestros sistemas cognitivos y emocionales, tardará más en diluirse que la recesión —o la depresión— que ya tenemos encima.

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